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El Domingo Digital

¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!

¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un  pecador!

Chile San Pablo |

P. Fredy Peña T., ssp

Jesús, con la parábola del fariseo y el recaudador de impuestos, se dirige a algunos que se consideran “justos”, “mejores” y que desprecian a los demás. En este ambiente de piedad y del “deber” por cumplir con normas, hay algunos –fariseos– que se sienten con todo el derecho de presentar en su oración una especie de “canje” con Dios. Si bien el Señor ha llamado siempre a la necesidad de orar, con insistencia y sin perder la confianza en él, ahora apela a la actitud con la cual el creyente debe recurrir a él.

Porque la oración, junto con ser confiada y constante, ha de ser humilde, comenzando por el reconocimiento de los propios pecados. En la parábola se invita a discernir qué actitud tenemos ante Dios: ¿soberbia o humildad? Como lo enseña el propio san Agustín al identificar quién es el soberbio al momento de orar: ¿El que se atribuye a sí mismo el bien que hace y niega que viene de Dios? O ¿el que, aunque atribuya a Dios el bien que hace, desprecia a los que no lo hacen y se siente superior a estos? Entonces, ¿cuál es la diferencia entre la oración del fariseo y la del publicano? El fariseo era soberbio en sus obras buenas, en cambio el publicano era humilde en sus obras malas. Los fariseos pensaban que el cumplimiento de la Ley de Moisés los purificaba de sus pecados y participaban de la santidad de Dios. A su vez, el publicano no se atreve a acercarse al recinto sagrado y levantar los ojos al cielo. Únicamente es consciente de su fragilidad, reconoce que ha ofendido a Dios y pide su perdón.

Jesús desenmascara la falsa actitud del fariseo y justifica al publicano, porque, delante de Dios, el publicano se muestra necesitado de su amor y perdón. En cambio, el fariseo no alcanza la justificación o perdón, no porque Dios no se lo quiera dar, sino porque cree que no lo necesita y no lo pide. Todos poseemos nidos de fariseísmos y una falsa humildad es la forma más sutil de orgullo. Por eso, pidamos a Dios la luz para vernos tal como somos y reconocer nuestros pecados.

“Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado'” (Lc 18, 14).


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