Fredy Peña T., ssp
Las palabras de despedida de Jesús dichas durante la Última Cena, con sus discípulos, preanuncia que no quedará en el sepulcro, sino que vivirá y actuará desde la gloria del Padre. Es decir, son sus últimas recomendaciones y la promesa de la asistencia futura. Si bien a veces pide la fe y que crean en él, ahora agrega que lo amen, pero amarlo significa guardar su palabra, y dice: “el que me ama será fiel a mi palabra”.
“Si alguien me ama…”. Ante tantas faltas de amor en el mundo, Jesús responde con la fórmula del amor activo: todo aquel que guarda su Palabra se convierte en morada del Padre y del Hijo. No obstante, esto no tiene nada que ver con una fe intimista donde me entiendo Yo y Dios y el resto queda fuera. Este vínculo de amor cobra real sentido cuando cada persona se adhiere a una fe que es personal, pero también asume que es comunitaria.
Jesús tuvo la responsabilidad de anunciar al mundo con un lenguaje humano la Palabra aprendida del Padre. Sin embargo, aún falta un paso, que como creyentes hay que dar: la Palabra de Dios ha de ser presencia viva en el corazón del hombre. Porque mientras eso no ocurra en vano ha sido la revelación de Dios al hombre. Por lo tanto, es Jesús quien hace llegar a su destino final la Palabra de Dios que tuvo su origen en el Padre.
La cumbre y la novedad de la revelación cristiana está en reconocer que Dios ama a los hombres y quiere custodiar sus vidas, amándolos, protegiéndolos, iluminándolos y perdonándolos para que él reine en cada uno, no desde afuera ni de arriba sino desde nuestro interior. Por eso nunca estamos solos, ya que se ha dignado a permanecer en cada uno (cf. 1Cor 3, 16-17; 2 Cor 6, 16). Naturalmente, para que Dios more en nosotros requiere un respeto, amor y docilidad sincera de corazón.
“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él” (Jn 14, 23).