P. Fredy Peña T., ssp
Son los últimos días de Jesús con sus discípulos y el anuncio de su Pasión así lo confirma. Lástima que el paso hacia su muerte no se entienda, pues se mira más como un fracaso o derrota y no como el acto de entrega amorosa que abre el camino hacia el Padre. Y al mismo tiempo, ratifica su victoria sobre el mundo y fortifica a la comunidad de los discípulos con la fuerza de su espíritu.
Antes de morir, Jesús, desde lo más profundo de su corazón, les transmitió a sus discípulos la consigna de la caridad: “Ámense unos a otros”. Sin duda que este lema era exigente, porque si el Antiguo Testamento proponía amar a los demás, Jesús estaba pidiendo amar como él, ya que es el modelo y la nueva medida del amor. Ante esta nueva realidad, Jesús supera la ley que hasta ese entonces fue incapaz de revelar de forma definitiva la voluntad de Dios. Por tanto, como cristianos tenemos un deber: “la práctica de la caridad”.
Sabemos que el amor es, ante todo, un don y revelación de Jesús a sus discípulos, antes que una tarea y mandato, pues a él pertenece: “les doy este nuevo mandamiento”. Es decir, es nuevo no por el tiempo en sí mismo, porque ya existía el precepto del amor fraterno en el Antiguo Testamento (cf. Lev 19, 17s), sino porque es la persona de Jesús que lo llena de novedad, alegría, y es un amor sin medida, algo jamás antes visto.
De todos modos, el “Ámense” es un imperativo testificado por quien cumplió todos los requerimientos de Dios. No es impuesto desde fuera, sino que viene de quien comprobó en carne propia las exigencias del amor: “Amar incluso a los que lo rechazaron”. Entonces, ¿qué gracia tiene amar a quienes amas, si el amor de Jesús invita a ejercer la caridad con aquellos que te incomodan la vida? Por eso, no podemos olvidar que fue el amor de Jesús el que abrió tantos corazones sin esperanza y nos invita para abrirnos a su amor, aceptar la fe y anunciarla.
“En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: ´en el amor que se tengan los unos a los otros'” (Jn 13, 35).