P. Fredy Peña T., ssp
Comienza la segunda etapa del viaje a Jerusalén y Jesús insiste en describir los rasgos auténticos del creyente y de la comunidad cristiana. Además, introduce un elemento sorpresa, donde señala que no basta con haber oído su predicación, sino que también debe haber una aplicación práctica de lo que enseña. Es decir, debe darse una conversión: amar, esperar y planificar la vida según sus enseñanzas.
Por otra parte, Jesús nos lleva a reflexionar sobre el camino que lleva a la salvación y advierte que el criterio fundamental para ello es la práctica de la justicia. Porque no basta con conocer a Jesús, sino que es necesario comprometerse con los valores que nos propone su Reino. Y para este cometido nos presenta la salvación como un don de la gracia, donde hay una entrada dificultosa por una puerta estrecha, pero al mismo tiempo nos dice que se trata de una casa abierta donde “todos” pueden entrar.
La pregunta ¿son pocos los que se salvan?, en tiempos de Jesús tenía una doble respuesta: Para los fariseos y los israelitas solo ellos alcanzarían la salvación. En los círculos apocalípticos había una visión pesimista, porque solo unos pocos alcanzarían la felicidad eterna. Así, el que se dirige a Jesús quiere saber no solo “cuántos”, sino también “cuáles” se salvan. No obstante, él responde sobre el “modo” de alcanzar dicha salvación, apelando al esfuerzo deliberado y a la entrega sincera, ya que a la salvación no se llega de forma automática. En efecto, la ayuda de la gracia, la convicción personal y el esfuerzo son necesarios para cruzar el umbral de esa puerta estrecha. No basta con pertenecer a una raza o a una religión. Es imprescindible acoger el anuncio de Jesús y convertirse. La lucha por entrar por la puerta estrecha no es contra los otros, sino contra uno mismo; o, mejor dicho, es eliminar todo aquello que obstaculiza el paso hacia Dios a través de esa entrada angosta.
“Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán” (Lc 13, 24).